Lluvia pútrida de aguas fecales
riega corrupta mis desazones.
Gotas que desgarran puntiagudas
vísceras, huesos, anhelos y verdores.
Un dolor punzante anuncia la tortura. Siempre en los mismos puntos de tu cuerpo. Le sigue el intento de expulsarlo fuera de ti, sea el momento que sea, en cualquier situación en que te encuentres, en los lugares más insospechados. Ves salir cosas de tu cuerpo que no corresponden a lo habitual, de heridas internas que no ves pero si sientes perfectamente.
Y no solo es el dolor. Son ausencias prolongadas inaplazables en el trabajo, con la familia. Tu vida interrumpida por vergonzantes paradas obligatorias. Alargadas porque el dolor no te permite ni ponerte en pie, con finales difusos. Parece que todo ha terminado, pero al desplazarte unos pocos metros de tu trono del dolor, vuelves a recuperar el puesto de rey del sufrimiento que te corresponde por genética.
Te obliga a encerrarte en tu casa para poder tener la intimidad necesaria y cubrir tus necesidades, tanto fisiologicas como físicas. No concibes otro lugar donde poder afrontar algo así, cuando lo único que puedes hacer es moverte de la cama al baño completamente encorvado de dolor.