Grito sin fuerzas desde el abismo.
Fuerzas drenadas, robadas, marchitas.
Murieron aún jóvenes, bravas, gallardas,
No son ya ni sombras, candentes estigmas.
La lucha interna por aceptar tu nueva condición se convierte en una lucha contra tu entono y el sistema. Consigues entender que no existen los porqués ni paraqués. Entonces te sorprende una nueva realidad, donde otros toman decisiones sobre tu sufrimiento, tu sufres las decisiones de otros.
Asumes tu pérdida de capacidades. Aceptas que necesitas el reconocimiento de esta realidad por parte de los demás. Admites que esa marca social que supone un grado de discapacidad te va a facilitar la vida. En ese momento comienza un trámite que te obliga a demostrar a la administración que tus capacidades han disminuido lo suficiente. No es bastante condena el sufrimiento y tu pérdida de vida. Se suma el castigo de que un desconocido convierta tus sentidas discapacidades en insensibles números que condicionarán tu vida, con una ausencia de empatía tan inesperada como exasperante.
Cuando tu capacidad laboral se compromete, te arrebatan tu futuro de las manos y lo ponen en las de unos desconocidos que no quieren conocerte. Primero unos meses de baja en los que los segundos parecen días, en los que la recuperación se aleja en vez de acercarse. Después lo que se supone una valoración se convierte en una auditoría donde solo interesan los documentos y tú desapareces de la ecuación. El tribunal que te juzga es tan implacable como impersonal el análisis de las pruebas. Tan solo la opinión de los demás es tenida en cuenta. Tienes que asistir al proceso como un convidado de piedra, a quien todos dicen mirar, pero nadie ve y nadie toca